Entre finales de los años setenta y principios de los ochenta, Arcadi Espada y su amigo Antonio España hicieron varios viajes al sur para llevar a cabo hablar a las enormes figuras del flamenco.
Los animaba un cierto prurito taxonómico y, sobre todo, la firme voluntad de reivindicar el gitanismo.
Tenían, por lo tanto, un arrange.
Y sólo una norma, pero férrea: las conversaciones que entablaran debían versar sobre flamenco.
No es la perogrullada.
Se trataba de que los cantaores, bailaores y tocaores (también, flamencólogos) hablaran a lo largo, pero sobre todo a lo hondo, de ellos mismos, de sus maestros, de sus coetáneos.
Flamencos, en efecto, hablando de flamencos.
Y no todos los dias bien.
Espada y España lograron doblegar la secular renuencia del gremio a ejercer la crítica de puertas adentro.