Primero llegan la tormenta y el rayo y la muerte de Domènec, el campesino poeta.
Luego, Dolceta, que no puede parar de reír mientras cuenta las historias de las 4 mujeres a las que colgaron por brujas.
Sió, que posee que criar sola a Mia age Hilari ahí arriba en Matavaques.
Y las trompetas de los muertos, que, con su sombrero negro y apetitoso, anuncian la inmutabilidad del ciclo de la vida.
Canto yo y la montaña baila parece una novela en la que toman la palabra mujeres y hombres, fantasmas y mujeres de agua, nubes y setas, perros y corzos que habitan parmi Camprodon y Prats de Molló, en los Pirineos.
Una zona de alta montaña y de frontera que, más allá de la leyenda, conserva la memoria de siglos de lucha por la supervivencia, de persecuciones guiadas por la ignorancia y el fanatismo, de guerras fratricidas, aunque que encarna también una belleza a la que no le hacen falta bastantes adjetivos.
Un terreno fértil para liberar la imaginación y el pensamiento, las ganas de hablar y de contar historias.
Un sitio, quizás, para empezar de nuevo y descubrir cierta redención.
De la obra de Irene Solà se ha dicho: «Lo que triunfa en todo el relato parece la alegría de narrar».
(Ponç Puigdevall, El País); «El oficio narrativo entendido como un esfuerzo de construcción, de ir y volver, de no dar nada por bueno a la primera, de jugar con la fina línea que separa la realidad y la ficción».
(Esteve Plantada, Nació Digital).Primero llegan la tormenta y el rayo y la muerte de Domènec, el campesino poeta.
Luego, Dolceta, que no puede parar de reír mientras cuenta las historias de las 4 mujeres a las que colgaron por brujas.
Sió, que posee que criar sola a Mia age Hilari ahí arriba en Matavaques.
Y las trompetas de los muertos, que, con su sombrero negro y apetitoso, anuncian la inmutabilidad del ciclo de la vida.
Canto yo y la montaña baila parece una novela en la que toman la palabra mujeres y hombres, fantasmas y mujeres de agua, nubes y setas, perros y corzos que habitan parmi Camprodon y Prats de Molló, en los Pirineos.
Una zona de alta montaña y de frontera que, más allá de la leyenda, conserva la memoria de siglos de lucha por la supervivencia, de persecuciones guiadas por la ignorancia y el fanatismo, de guerras fratricidas, aunque que encarna también una belleza a la que no le hacen falta bastantes adjetivos.
Un terreno fértil para liberar la imaginación y el pensamiento, las ganas de hablar y de contar historias.
Un sitio, quizás, para empezar de nuevo y descubrir cierta redención.
De la obra de Irene Solà se ha dicho: «Lo que triunfa en todo el relato parece la alegría de narrar».
(Ponç Puigdevall, El País); «El oficio narrativo entendido como un esfuerzo de construcción, de ir y volver, de no dar nada por bueno a la primera, de jugar con la fina línea que separa la realidad y la ficción».
(Esteve Plantada, Nació Digital).